Nuestros órganos viscerales se sitúan en el espacio gracias a ligamentos y tejido conectivo, que dan estabilidad, pero al mismo tiempo permiten su desplazamiento para realizar su función y tolerar el empuje que sufren a diario (al respirar, al flexionar el tronco, al tener una inflamación).
El cuerpo alberga muchas conexiones entre todas sus partes, necesitando que todas mantengan su movilidad y buen estado, para un correcto funcionamiento global. Existe una conexión entre los órganos y las estructuras músculo-esqueléticas mediante lo que llamamos la metámera (conexión a través de la médula espinal desde la que se distribuyen las raíces nerviosas hacia la piel, los órganos y la musculatura).
Es a través de esta metámera que puede producirse un dolor referido por una disfunción visceral hacia otra parte del cuerpo. Por ejemplo, es frecuente que si padecemos una disfunción hepática se asocie con un dolor y patología del hombro derecho. Al mismo tiempo que puede afectar a la piel. En el caso del intestino se asocia a los dolores en el área lumbar.
Por eso, al realizar la valoración de nuestro paciente siempre debemos preguntar por cualquier alteración del sistema digestivo, aunque el motivo de consulta aparentemente no tenga relación.
Debo aclarar que disfunción no es sinónimo de enfermedad. Hablamos de disfunción cuando la movilidad de ese órgano está alterada y esa restricción del movimiento puede generar dolor referido o disminuir la calidad con la que esa víscera realiza la función para la que está diseñada.
La terapia visceral consiste en una serie de técnicas manuales con las que movilizamos los órganos favoreciendo que recuperen la calidad del tejido para realizar su función.
Toma un papel especial el diafragma, por el empuje que realiza en sentido caudal al inspirar y que genera un movimiento en los órganos durante nuestra respiración. Será necesario devolver su correcta movilidad en caso de estar alterada y dar pautas a nuestro paciente para respirar correctamente.
